Hace cincuenta años.
Hace cincuenta años que las dos fincas de recreo están abandonadas, pero las casas siguen en pie,los nísperos siguen dando fruto, las rosas y las bignonias aparecen puntualmente en primavera.Nadie atraviesa el camino que las une, los vecinos de las fincas colindantes dan un rodeo para llegar a la carretera, porque en el camino, que nadie transita, no crece la hierba.Los niños tienen terminantemente prohibido acercarse a las inmediaciones.
Desde hace cincuenta años son las fincas “de él” y la “de ella”. Nunca dicen sus nomnbres,se habla poco y, cuando lo hacen, las mujeres se santiguan y los hombres escupen.Queda poca gente de entonces,un hombre que trabajó de jardinero en la finca “de ella”y sabe muchas cosas, pero se niega a hablar.
-Lo que sé, ya lo dije en su día.
En su día tampoco dijo mucho, que sus flores preferidas eran las rosas y las bignonias;
cómo sobrevivían los rosales al pulgón, sin que nadie los cuidara, no era asunto de su incumbencia; la bignonia es una planta muy dura.
La finca era de la madre “de ella”, que tenía mucho dinero, y construyó la casa y el estanque para sus hijos.Vinieron, al decir de la gente, jardineros franceses y llegó a haber, al decir de la gente también, once mil variedades de rosas.El estanque, rectangular, con una isleta de ladrillo y una fuente en el centro, rodeado por una barandilla de hierro, fue la admiración de los contornos.Durante días y días llegaron carros con los muebles para la casa,de dos pisos y con dos terrazas, la de invierno y la de verano;sólo la guardesa, que murió hace muchos años, la conocía por dentro, la señora se traía al servicio de su casa de la capital.Pero, al decir de una mujer famosa por sus sentencias:
-Al sufrimiento nadie escapa.
-Las penas con pan son menos.
-No, si las penas son que los hijos se vayan a la tierra.
Así fue, los hijos de la señora fueron muriendo uno tras otro.Sólo quedó “ella”, la pequeña.Al comienzo de la primavera, se oía llegar al coche de caballos y bajaba, vestida de blanco, desde la sombrilla hasta los zapatos.Que no respetara el luto de sus hermanos, fue objeto de comentarios.
-Debería vestirse de negro.
-El blanco es el color de la pureza.
-¿Pureza?Vete tú a saber…
Todo era objeto de murmuración, desde el color blanco de la ropa hasta los baños en el estanque;se decía que por la noche se bañaba desnuda,las mujeres vigilaban a los maridos, para que no se acercaran.
-¿Dónde vas?
-A tomar el fresco.
-Pues lo tomas ahí, delante de la casa, como se ha hecho siempre.
Nunca se supo si era cierto,pero un hombre dijo que la había visto;hizo una prolija descripción de aquel cuerpo desnudo, ante las miradas hambrientas de los otros.
-Oye ¿y cómo tiene…?
-Si quieres, vas una noche y la ves, ya no hablo más.
-Eso, y la mujer me mata.
La finca de “él” era menos importante.Se decía que no era suya, que un tío se la dejaba para pasar temporadas.Una casa de una planta, un jardín empedrado,una alberca y un campo de frutales;desde hace cincuenta años, sólo florecen los nísperos.No había servicio, una mujer de los alrededores iba a hacerle la comida y a lavar la ropa.
-Cuando lavo los pañuelos manchados de sangre, me dan las bascas y me pongo a la muerte.
-Te lavarás las manos después.
-Primero con jabón verde y después con lejía.Ni me atrevo a beber agua, por los vasos.Da pena, tan joven…
-Es verdad, tan moreno y con esos ojos…
-Pero no tiene alegría, ni ganas de vivir, el mal que lleva por dentro se le ve en la cara.
-Y siempre solo ¿no te da miedo ir algún día y que…?
-Calla, calla.Me da pena pero, si no fuera por las cuatro criaturas, ya iba yo a trabajar en esa casa.
-Lo que tenemos que aguantar los pobres.
En la monótona vida del campo, cuando “él” la conoció a “ella” y empezó a ir a su casa, fue todo un acontecimiento.
-Vale que no haya respetado el luto de los hermanos, que se bañe en el estanque, pero esto no es propio de una señorita.
La guardesa, armándose de valor, se atrevió a hablarle, la encontró sentada en un banco, leyendo.
-Señorita, si no le importa, me gustaría hablar con usted.
-Siéntese.
-Es que-la guardesa no sabía por dónde empezar-aunque me meta donde no me llaman, creo que ese hombre no le conviene…
-Usted lo ha dicho, se mete donde no la llaman.
-Pero ¿qué dirá la señora si lo sabe?
-Es difícil que la señora se entere y, por si no lo sabe, ahora la señora soy yo y recibo a quien quiero.
La guardesa se levantó, asustada por los ojos, mezcla de furor y desprecio, de la señorita, tan considerada siempre.Se alejó con el firme propósito de contárselo al primero que tuviera a mano.
El siguió recorriendo el camino todas las tardes.Merendaban en la terraza y escuchaban en el gramófono los Preludios de Chopin, sobre todo el nº 4, en Sol mayor.Al principio volvía a su casa de noche, después volvía por la mañana,después de desayunar con ella, que siempre le animaba a comer más.
-¿No me has dicho que te gustan los picatostes?La cocinera te los ha hecho y están riquísimos.Ah, no se te olvide traerme nísperos. El la miraba con tristeza,dejaba la taza sobre el plato y cogía un picatoste con desgana.A aquella hora no tenía fiebre,solía empezar al atardecer y ella, que se daba cuenta enseguida, lo animaba a entrar en la casa y lo tapaba con una manta.
El treinta de noviembre, después de comer, ella mandó poner la mesa en la terraza para la merienda, a la vista del buen tiempo.Pero a la hora que él solía venir, el cielo empezó a cubrirse de nubes negras,empezó a soplar el viento.Ella esperó, arrebujada en un chal blanco, escuchando una y otra vez el Preludio nº 4, en Sol mayor, hasta que se hizo de noche.
Desde hace cincuenta años, el treinta de noviembre por la tarde, se repite el mismo hecho.Una habitación, una cama con dosel, el viento mueve las colgaduras de muselina blanca; sobre la colcha, como en una cubeta de revelado de fotografías, emerge lentamente la silueta de una mujer joven, rubia, vestida de blanco, con las manos cruzadas sobre el pecho.Los rasgos se hacen más nítidos, abre los ojos, se incorpora y se levanta; baja corriendo la escalera, sale y pasa ante una mesa con un mantel de hilo y unas tazas, llenos de polvo y excrementos de pájaros.Va hacia el estanque,impalpable, como de humo, apenas rozando el suelo con los pies.No lejos de allí, sobre una cama de hierro, emerge la silueta de un hombre joven, moreno, vestido con levita azul marino, sobre el plastrón se ve una costra grande, oscura.Se incorpora, se levanta, sale de la casa y corre.Ella le espera, el viento le levanta los faldones de la levita, recorre el camino hacia el estanque.Llegan al mismo tiempo, se funden en un abrazo y desaparecen, etéreos,ingrávidos, el uno dentro del otro.Tienen poco tiempo, justo lo que dure el Preludio nº 4 en Sol mayor de Chopin, que suena para ellos desde hace cincuenta años.Sólo ellos se ven, se tocan;él pasa los dedos por la cara de ella para limpiarle las lágrimas. El viento azota los árboles, la humedad se palpa en el ambiente, las nubers se hacen cada vez más negras.Se separan, corren y se detienen para decirse adiós con la mano.Se despiden hasta el próximo treinta de noviembre a la misma hora.Ocurre lo mismo desde hace cincuenta años.
Pilar García de Pruneda Trevijano.
Badajoz, mayo 2009.
1 comentario:
Que historia,me ha dejado con ganas de más,besos.
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